Aún tengo agujetas de lo mucho que me reí con mis amigas del colegio el pasado fin de semana.
A saber: un grupo de cuarentañeras se reúne una vez al año para hablar de lo humano… y lo humano, y desde las 12 de la mañana juntas acaban a la una de la madrugada llorando de la risa mientras se resguardan de la lluvia bajo el toldo de una tienda de “sonotones”. No me es posible desvelaros ninguna conversación y mucho menos esta última, aunque podría haberla filmado Almodóvar (sí, pensad mal y acertaréis).
Es el tercer año que me encuentro con mis compañeras del cole y cada vez me siento más unida a ellas. Volver a verlas es como un pase directo a la infancia, a aquellos momentos en que todo era posible, en que la vida estaba empezando…
Una vez más cantamos el “Mil Albricias” en la Capilla del colegio, porque en aquella época no se nos ocurría pensar que existían otras celebraciones que las religiosas, y, oye, nosotras tan contentas. Éramos tan pías que en el recreo comprábamos reliquias de la Madre Cándida que, por supuesto, aún guardo, y con más motivo desde que la hicieron santa. Recuerdo cómo mirábamos aquellos diminutos trocitos de tela, sin ni siquiera encomendarnos a la beata. Los teníamos, y éramos felices por ello.
Era la época de la EGB en que estábamos más de 40 en clase y no se hablaba ni por asomo de masificación, ni pasados los años hay constancia de que aquello retrasara nuestro aprendizaje ni derivara en una terrible secuela profesional. La que quería estudiar estudiaba y la que no, se dedicaba a otros menesteres, sin más justificaciones externas.
Nuestros padres también eran distintos a como somos nosotros ahora. ¿Porque a alguien se le ocurriría siquiera plantear HOY que los alumnos limpiasen su clase? Pues nosotras lo hacíamos, y ha sido tanto el trauma que padecí por ello que lo había olvidado. Sí, adecentábamos las aulas los viernes por la tarde, y a nuestros progenitores no se les ocurría invocar a la Convención de los Derechos del Niño para echar por tierra semejante costumbre tan mundana. ¡Ay, cómo hemos cambiado!
Treinta años después de dejar el colegio, sigue en sus alrededores Rocío Palacios, al que veíamos a la ida y a la vuelta, mientras se peinaba las pestañas en los charcos. Sobre su historia corrían muchas leyendas: unos decían que era un médico que se había vuelto loco, otros que era rico… El caso es que durante todos aquellos años mantuvimos una respetuosa convivencia con ese hombre barbudo al que alguien (o tal vez él mismo) había bautizado con un nombre tan coplero.
No era un exhibicionista, pero vivía en plena vega, donde estaba nuestro maravilloso colegio, por eso a veces se vestía y se desvestía mientras pasaba el autobús o el grupo de niñas que hacían el trayecto a pie. Ahora Rocío Palacios estaría ingresado en un frenopático porque ninguno de nosotros permitiría que rondase (aun pacíficamente) cerca del cole de nuestros peques.
Hablamos de él y de muchas más anécdotas de “aquellos maravillosos años”, y acabamos cenando con Bitter Kas, esa bebida viejuna que yo creía que seguían fabricando exclusivamente por mí.
Así que las risas del final no se deben a ningún exceso de vino o de bebidas espirituosas, no creáis. Es lo que tenemos los jóvenes de más de 40, que nos juntamos y ¡quién dijo miedo!
Ya estoy descontando los días para nuestra quedada del año próximo. A perpetuidad, sé que el último sábado de noviembre seré feliz. Y tal como está el panorama, eso es más que un regalo.
Terry Gragera
@terrygragera
Como me alegro de ver lo felices que sois recordando aquella época, los padres también estábamos muy tranquilos en todos los sentidos y orgullosos de ver como crecíais sanos
Sí, Mamá, muy felices. Es un colegio único. ¡Buena elección! 🙂
Eres increíble, lo que me he vuelto a reir recordando…
Mil besicos preciosa
Yo también escribiéndolo. Un besazo, Alicia.
Genial genial genial y tan identificada, mil besos guapa
Muchas gracias, Aurora. Mil besos también para ti.