Archivo | noviembre, 2014

Amor verdadero

27 Nov

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Cuando nació Ada me parecía que no podría querer a nadie como la quiero a ella. Con un amor tan absoluto, tan gigante… Pero a los tres años llegó Teo y despertó en mí sentimientos no idénticos en la forma, pero sí en la intensidad.

Quiero a cada uno a su manera. Y eso me permite revivir el amor cada día: en los enfados, en los abrazos, en las indicaciones mil veces repetidas, en los besos de buenas noches, en los juegos, en el cansancio, en las risas, en las regañinas…

Por eso…

Siento un amor infinito cuando Teo se me acerca para decirme: “Mamá, mira qué coche más chulo”. Y mientras se aleja lo oigo: “Brummm, brummm”.

Siento un amor infinito cuando Ada me cuenta que le gustaría volver a visitar a ese niño calvito del hospital con el que ha pasado la tarde haciendo manualidades.

Siento un amor infinito cuando Teo me dice con ojos destelleantes: “Mamá, ya me sé mucho de la poesía”. Y recita: “Con diez cañones por banda/viento en popa a toda vela… ¡Ya está!”.

Siento un amor infinito cuando Ada me confiesa que es muy feliz, a pesar de que sigue llorando muchas noches por su mascota Lola.

Siento un amor infinito cuando Teo quiere compartir su hucha con todos los pobres que nos encontramos una tarde de paseo.

Siento un amor infinito cuando veo a Ada dormir abrazada a su almohada mientras pone la misma boquita de cuando era un bebé.

Siento un amor infinito cuando Teo dice que su primo favorito es Rafi, un precioso niño de 8 años con el que ha sabido encontrar un mundo común en el que ambos se buscan y se divierten, sin dejar hueco al autismo.

Siento un amor infinito cuando Ada me suplica “cinco minutos más” si le apago la luz para dormir y quiere seguir disfrutando un rato más de su lectura.

Siento un amor infinito cuando Teo me cuenta que tiene miedo y hablamos y hablamos hasta que se convence de que es todo un campeón, mi campeón.

Siento un amor infinito cuando a Ada y Teo se le iluminan los ojos al ver a un niño con síndrome de Down y saben vislumbrar todo lo bueno que hay en ciertas aventuras.

Y entonces siento que mi amor infinito se puede multiplicar aún más. Gracias a ellos. Que me han enseñado lo que es el amor verdadero.

 

Terry Gragera
@terrygragera

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En la báscula con Miguel Ríos

20 Nov

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Por más que me miro al espejo no me reconozco en esa viejecilla que mis hijos parece que ven en mí. ¡Si estoy tan lozana que podría pasar por la hija de Demi Moore…!

Pero me temo que para Ada y Teo soy una madre distinta. A saber, una señora ya mayor (que no en-la-flor-de-la-vida), con unos kilillos de más (que no estupenda-pese-a-dos-partos) y un poco demodé (que no llena-de-experiencia-y/o-sabiduría).

Y no es que mis niños vayan con el dedo acusador por la casa: “¡Viejuna, viejuna!”. Ellos simplemente lo han interiorizado, y, oigan, de qué manera.

Por eso cuando el otro día les dijimos que íbamos a un concierto de Miguel Ríos, “un cantante de nuestra época”, a Teo no se le ocurrió otra cosa que soltar:

¿Pero sigue vivo?

Esto me hace pensar que callan más de lo que dicen. Aunque a veces dicen más de lo que deberían callar.

Segundo asalto. Estamos delante de una báscula, ese engendro creado por el maligno para torturarnos domésticamente sin piedad. Yo me negaba a pesarme, más que nada para no echar por tierra el día entero, pero Teo insistía: “Venga, Mamá, pésate”.

Que no, Teo, que no me apetece.

Tranquila, Mamá, si llega hasta 120 kilos…

Tengo el corazón muy muy fuerte. Y el aguante. Y la paciencia. Porque no lo castigué a perpetuidad sin tele. Y hubiera estado más que justificado.

Les he revisado la vista y, nada, sin rastro de miopía. He buceado en su psique en busca de traumas con mujeres obesas, y tampoco. Mis niños me ven así con la mirada totalmente limpia. Snif, snif.

Lo único que me consuela es que a veces su mente se confunde, demostrando que aún tienen mucho que aprender. Y entre esas cosas espero que sea que su madre es una mujer espléndida a los “40 y”.

Tercera escena. En el coche. Radio puesta. Canción melódica sonando.

-“Esta canción es tipo Durex”, comenta distraídamente Teo.

Mi santo, un hombre acostumbrado a emociones fuertes, embraga (nunca mejor dicho) al máximo, mete quinta y espera agarrado con las dos manos al volante con profusos sudores fríos cayéndole por la frente. No se pone la pastilla bajo la lengua porque no disponemos de ella. Silencio en el vehículo.

-¿Y qué es eso de Durex, Teo?

-Yo qué sé… Una colonia que anuncian en la tele…

¡Uffffffff!

Afortunadamente, nuestro Teo sigue siendo un niño y aún le queda mucho por descubrir. Entre otras cosas, que su madre es una señora estupenda de 40 (ejem, ejem). Y que no hay que creerse lo que proclama la publicidad.

 

Terry Gragera
@terrygragera

A mi Yaya, de su Teresilla

13 Nov

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Mi Yaya hubiera cumplido 100 años esta semana. Quizá porque es una fecha tan significativa me acuerdo de ella aun más de lo habitual, aunque confieso que en estos 11 años desde que se fue ha ocupado mi pensamiento al menos una vez cada día.

Mi Yaya es la esencia de ese amor verdadero que se tiene, además de por los hijos, por casi nadie. No fue una abuela especialmente cariñosa, ni especialmente divertida, ni tan siquiera dadivosa. Mi Yaya estaba en casa, sentada en su sofá, con su bata y sus calientapiés de lana y desde ahí se hacía querer a rabiar.

Es la única que me ha llamado otra cosa que no sea Terry. Bautizada como Mª Teresa Ana Asunción; el primero como mi madre, el segundo por el día de mi nacimiento, y el tercero, en honor a mi madrina, me quedé con Terry para no crear equívocos con mi progenitora. Terry para todos, menos para ella, que siempre me llamó, hasta el final, Teresilla.

Yo también en sus últimos años dejé de llamarla Yaya para llamarla Tiki, porque me gustaba tocarle la piel caída y suave de su cuello y jugaba a pillarla como cuando corres tras un niño pequeño (“¡que te cojo el culo!”), para acabar con sus perfectas carnes flácidas a mi alcance: “tiki, tiki”.

Mi Yaya, mi Tiki, nunca me llevó al cine, ni a tomar un helado, ni me leyó un cuento, como hacen las abuelas modernas con sus nietos. Ella sólo estaba. Con su carga de vida encima, que no aireaba ni ocultaba. Por eso cuando le preguntaba: “¿Cuántos años cumples, Yaya?”. Ella respondía: “72, y lo pasado pasado”, y al año siguiente: “73 y lo pasado pasado”. Y así cada vez.

Vivió hasta los 88 años, los últimos con una adorable demencia senil que lo mismo la llevaba a guardarse una loncha de jamón en el vestido que una pera en el edredón. Por eso tuve que convencerla muchas veces, foto en mano, de que había sido convenientemente invitada a nuestra boda y que allí había estado. Aun así me dijo: “No quiera Dios”, cuando le conté que estaba embarazada de Ada. Para ella yo seguía siendo Teresilla, la niña que le decía Tiki-Tiki y que le pedía dinero para un pastel los viernes por la tarde.

Como una dama de la alta sociedad, cada semana se leía el Hola a conciencia, aunque cuando llegaba a la pobre Lady Di siempre decía: “¡Pero qué nos importa a nosotros Lady Di!”. Y tal vez tenía razón, pero el viernes siguiente (porque entonces las revistas del corazón llegaban para el fin de semana) la volvía a comprar, para suspirar minutos más tarde: “¡Pero qué nos importa a nosotros Lady Di!”. Estoy segura de que si le hubiese escrito al director del Hola con su primorosa caligrafía y sus modales refinados, él hubiera mandado a la princesa triste a las páginas de crucigramas con tal de no hacer enfadar a mi Yaya.

Uno de los últimos paquetes de Reyes que recibió fueron los vídeos de Lina Morgan en Vaya Par de Gemelas y similares fuentes de erudición. Se reía como una niña y era capaz de verlos una y otra vez sin recordar que los chistes estaban a punto de llegar. Mucho antes yo le había regalado un collar de perlas sin cultivar, que llevaba en todas las bodas, bautizos y comuniones, donde lucía su bolso marrón de piel y sus trajes, que seguía haciéndose en modistas, como en los viejos tiempos, para cada ocasión. Esa y la de comer pescado fresco cada día eran de las pocas costumbres del pasado a las que se aferraba una mujer que había tenido y perdido todo.

Cuando estaba ya muy malita, me dijo un día por teléfono, sin saber a quién se dirigía: “A ver cuándo vienes a verme”. Horas después cogimos el coche y llegamos al hospital. Yo sabía que era la última vez. Y así sucedió.

Cuando salí de la habitación le dije adiós para siempre. Y gracias, por permitirme sentir que una abuela es un regalo de la vida.

Voy a veces al cementerio a llevarle flores, intentando encontrar algo de ella, pero siempre me vuelvo vacía porque no está. Yo quiero el olor de mi Yaya, sus manos maravillosamente maduras, sus ojillos vidriosos tras sus gafas de pasta, su labio torcido, su pelo blanco con ondas como si Asunción (la peinadora que iba a su casa) la acabara de arreglar. Busco a esa Yaya perfectamente amorosa e imperfectamente humana de la que tanto disfruté.

Ya no está. Pero con esos cien años, y “lo pasado pasado”, me sigue enseñando cada día que es posible querer del todo y para siempre de manera absolutamente incondicional.

 

Terry Gragera
@terrygragera

Un Halloween demasiado real

4 Nov

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Admito que somos unos blandengues y que hemos sucumbido al “truco o trato”. De hecho, es una fiesta grande en casa, y los niños la esperan y la preparan durante semanas.

Muy distinto a mis recuerdos infantiles cuando acompañaba a mis padres al cementerio a poner flores y a adecentar la lápida de mis abuelos según se acercaba el Día de Todos los Santos. No me traumaticé por ello, no, pero entiendo que los jovencitos de hoy prefieran el jolgorio al drama. No es lo mismo ver a tus padres lógicamente cariacontecidos que contemplar cómo tu madre muta en enfermera zombi y tu padre en el hijo de Frankestein.

Así que, dándolo todo una vez más, preparamos la fiesta de Halloween a conciencia con un menú de lo más suculento: magdalenas envenenadas, jugos gástricos, meado de camello, agua de alcantarilla, vómito de calabaza, bastoncillos usados con cera de oídos, tiritas infectadas, sangre en jeringuillas, mini momias y gusanos de muerto, entre otras delicatessen que abren de por sí el apetito.

Pero la tarde se torció, y de qué manera, cuando Lola, nuestra (segunda) cobaya, dio muestras de no estar para muchas algarabías. Tras la pertinente visita al veterinario, nos la llevamos a casa para dejarla descansar en la habitación más tranquila mientras esperábamos a los diez niños convocados para celebrar con los nuestros el jalogüin.

Os reconozco que ese día sí que fuimos generosos porque acabamos dando una fiesta para los amigos de nuestros hijos, ya que ellos, especialmente Ada, no se hallaba en sí y fue incapaz de disfrutar (¡igualita que su madre!).

Al acabar la velada vino lo peor. Descubrimos con nuestros peques que Lola había decidido vivir la noche de los muertos en el estricto sentido del término. Y dramón al canto, como no podía ser de otra manera.

Me di cuenta entonces cómo de mayor se está haciendo Ada, pues su llanto ya no era el de una niña al que se le ha ido su mascota, sino el de una “adulta en proceso” que se siente culpable por no haber estado con su cobaya en los últimos momentos. Y que, además, experimenta tristeza y rabia (su primera rebelión contra la vida) a partes iguales. Y  fui plenamente consciente de que está creciendo muy deprisa.

Así que esa noche, además de recoger restos del suelo como meados de camello y otras exquisiteces, y tras consolar el llanto inconsolable de Ada, mi santo, que cada vez se gana más el sitio, se dedicó a embalsamar a la cobaya Lola.

Como el resto de nuestras mascotas, y sin posibilidad de otro tipo, Lola tiene que ser enterrada en el campo de los abuelos, a 500 kilómetros de casa. Allí están Kira, la (primera) cobaya, Francis, el pollito, y algunos peces que aguantan el paso del tiempo envueltos en papel film.

Está bien tenerlos allí juntitos, bajo el nogal de la Casa del Árbol, pero cuando no hay previsto ningún viaje, la cosa se complica. Es lo que sucedió con Kira, que pasó varios meses en la cámara frigorífica de la gentil veterinaria, antes de que pudiéramos recogerla para darle esos funerales cuasi de Estado que mis niños organizan.

Así que volveremos a hacer kilómetros en cortejo fúnebre, pero esta vez con nuestra querida Lolita, e intuyo que Ada y Teo dejarán otra vez dibujos y cartas bajo la tierra para que quede constancia de sus sentimientos.

No me gusta ver sufrir a mis niños, pero si soy sincera, me alegro de que sean capaces de entristecerse incluso por una conejilla de Indias de apenas 300 gramos, aunque sea a costa de hacer rico al señor Kleenex estos días.

Es una forma de aprender que hay dolores que no se eligen y que hay que tolerarlos, a ser posible sin anestesia; algo que para una madre (protectora) como yo no es nada, pero que nada fácil.

Para que luego critiquen que Halloween es una fiesta de mentira. ¿Me lo dices o me lo cuentas?


Terry Gragera
@terrygragera

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