Hasta ahora creía que el género humano se dividía en dos especies: los que usan el dedo índice para mandar mensajes de móvil y los que utilizan el pulgar. Eso fue hasta que vi a mi santo haciéndolo con el meñique, y entonces lo comprendí todo.
Ese prodigio de hombre con el que comparto mi vida pertenece a una raza aparte. ¿Cómo si no iba a pasarse tres semanas de vacaciones en solitario con nuestros churumbeles sin quejarse, sin decir “estoy cansado”, sin preguntarme “cuándo vienes”, sin resoplar “hijos, que os aguante vuestra madre”? Ninguna reclamación, ningún lamento, ningún enojo ni velada acusación. Claro que tampoco ningún cepillado de pelo a los niños, ningún recambio de ropa sucia, ningún repasado de dientes de leche… Todo en plan minimalista, me temo.
Después de 21 años con él (sí, yo era muy joven cuando lo conocí, lo que se entiende por mozérrima), ya me voy acostumbrando a sus rizos alborotados, a su barba sin recortar y a sus camisetas digamos que vintage. En el fondo, es el mismo aspecto que luce ahora Borja Thyssen al más puro estilo bohemiam chic, pijipi o, con perdón, jipipollas (uy, a fumigar, a fumigar, que éste es un blog distinguido). Es decir, soy (insultantemente) rico, voy desaliñado y me gasto mil euros en un pantalón raído porque es lo más cool. ¡Y yo sin saber que tenía un paradigma del estilo en casa!
Debo reconocer que matrimoniar con un hombre tan singular tiene sus ventajas. ¿Acaso cualquier otro varón hubiera osado llevarme al autodenominado “Rey de las Tortillas” en nuestra primera cena romántica? No, amigos, no. A eso le llamo yo gozar de una estratosférica autoestima.
Ni restaurantes de pitiminí ni cafeterías decimonónicas de las que delicadamente hermosean Madrid. Él me invitó a un mesón de los de antes, con sus churretes de grasa en las paredes, sus mondadientes en la barra y su sutil olorcillo a fritanga para hacerme ojitos mientras de fondo sonaba un “Manolo, ponme una de chorizo”, “marchando, con muuuucha cebolla”. Romanticismo en estado puro.
Pero ya lo he olvidado. Si yo no soy rencorosa. De hecho, me estoy volviendo casi tan despistada como él. Aunque, mira tú, la cabezonería no se me pega; para eso necesitaría varias reencarnaciones…
Mi madre, que no da puntada sin hilo (véanse sus comentarios a este blog) asegura que los niños le han salido a él en lo buenos y a mí en lo listos. Y él, que no es pendenciero ni orgulloso ni revanchista como yo, se queda como si tal cosa. Vamos, que llega mi suegra a insinuar algo parecido, análogo y/o similar sobre mí y reavivo la guerra frrrrranco-prrrrrusiana.
Por todo esto y mucho más, tengo que deciros que no sigáis buscando. El caldero de oro del final del arco iris lo tengo yo en casa. ¡Uff, esto me ha quedado más empalagoso que un cupcake doble con extra de azúcar glass! Pero en el fondo es verdad, mi santo vale un Potosí. Y que no se atreva nadie a decir lo contrario, que para meterme con él… ¡ya estoy yo!
Terry Gragera
@terrygragera
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