Archivo | abril, 2014

Mi niña no me duerme

30 Abr

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Mi amiga Esther dice que nunca me quejo de mis niños. Y en parte es verdad. Me gusta “sufrir en silencio” esas pequeñas cositas que hacen que, a veces, y sólo a veces, la maternidad resulte desquiciante.

Por ejemplo, el maldormir de Ada. Ha sido así desde que nació, con lo que once años después no sé de qué me asombro. Una es de mente confiada y no se resiste a admitir que tiene una niña medio insomne en casa, pero es así, amigos. Mi hija no se duerme ni a la de tres (elevado a la enésima potencia, por supuesto).

Su padre, ese santo al que han salido taaaaaantas admiradoras después del último post, ha comprobado en las propias suelas de sus zapatos lo que digo. Sí, amigos, sí, porque jamás, y cuando digo jamás quiero decir nunca jamás de los jamases, conseguimos que Ada durmiera una plácida siesta en casa como hacen los bebés y otros seres recién nacidos.

A ella había que sacarla a la calle, lloviera, tronara, nevara o cayeran chuzos de punta. Y ahí iba él, su padre, beatífico desde entonces, empujando el carrito de la pequeña que ni por esas daba su pestaña a torcer. Yo me asomaba a la ventana y los veía partir con la sensación de ser una malísima madre, pues ella lloraba a grito pelado, con la cabeza ladeada de puro sueño, pero sin dejarse vencer como diciendo: “Ja, si os creéis que me voy a dormir, estáis listos…”.

Y se acababa durmiendo, claro, pero después de mucha calle y mucho paseo y no pocos constipados de su papá. Porque no bastaba con que el sueño la hubiera batido a pesar de su firme voluntad en contra. Había que mantenerla fuera todo el rato, ya que si osabas poner sólo un centímetro de la rueda delantera del carrito en el portal de casa, Ada se despertaba como accionada por un resorte mandando bien lejos al sufrido de Morfeo.

Algunos días me tocaba a mí lo del paseo siestero y me recuerdo como alma en pena deambulando por la calle. Claro, el consejo ese de que las recién paridas descansen mientras el bebé duerme está muy bien, pero ¿y si la criatura ha decidido hacerlo al aire libre? ¡Pero si hubo incluso un día en que me paré delante de una tienda de muebles y lancé un suspiro inconsciente al ver un sillón orejero!

Luego, por la noche era más de lo mismo, pero esta vez en la penumbra del hogar. Mi santo y yo seguíamos fielmente las rutinas que contaban todos los libritos y manuales sobre el tema: primero bañito, luego luz tenue, pecho y a dormir. ¡Ya! Cuando Ada era muy pequeña o me dormía yo con ella o nada de nada. Así que a las 9 de la noche me tenía que meter en la cama para que mi sueño fuera el que la indujera a dormir.

Los meses fueron pasando y mi santo intentó relevarme en la tarea. Noche tras noche. Sin ningún éxito. Así que después de unas cuantas decenas de minutos tratando de dormir a la insomne bebé, me llamaba con un silbidito característico de auxilio como implorando: “Mamá de criatura desvelada: pase por el dormitorio, por favor”. Ella tardó muy poco en aprenderse el truco, así que no había cumplido el año y ya intentaba emitir el ruidito de marras («fiu, fiu») en cuanto veía aparecer a su padre por la habitación, como sentenciando: “Mira, probar por probar es tontería, llama a mi madre y déjate de gaitas, que tú y yo sabemos cómo acaba esto”.

Y así hemos seguido todos estos años. Mientras que Teo es un lirón que cae rendido en cinco minutejos de nada, a Ada le cuesta y le cuesta y le cuesta coger el sueño. Y pregunta y piensa y reflexiona y divaga y le da por imaginar todo lo que puede caber en la cabeza de una niña de once años mientras su padre y yo tenemos que aguantarnos los ojos con palillos.

–  Ada, hija, piensa en un folio en blanco y seguro que te duermes.

–  De eso nada, mamá. Porque si pienso en un folio en blanco me imagino pintando con muchos colores y luego mezclándolos todos y de ahí salen tonos nuevos y luego los recorto y hago un collage y…

–  Bueno, pues piensa en el mar.

–  ¿En el mar? ¿Pero cómo voy a dormirme pensando en el mar? Si me imagino el mar es como si estuviera viajando en un barco alrededor del mundo y me encuentro con muchos animalitos exóticos y visito países lejanos y vivo muchas aventuras y llego a África y estoy en una tribu… ¡Mamá! ¡Mamá! ¿Te has dormido? ¡Estabas roncando!

– ¿Yo roncando? ¡¡Pero qué dices…!! Serían las olas del mar…

Y así día tras día. Cuando mi maridito y yo nos creemos en la nocturna placidez del hogar para departir sobre los pormenores del día, hacer planes o ver algún minutejo la televisión, al salón llega una vocecita que sentencia:

– No me puedo dormir…

Y allí está ella en su dormitorio, feliz y risueña, con los ojos como platos, mirando al techo de un lado para otro como preguntándose: “¿Y esto del dormir, a quién se le habrá ocurrido?”.

Cuando éramos más inexpertos que ahora le consultamos a la pediatra por el particular y ella, más por compasión que por otra cosa, nos dijo que no nos preocupáramos: que los niños que dormían poco eran muy listos.

Mira, en eso no se equivocó, porque mi niña, lista es un rato (“si es que le ha salido a su madre”, como diría su Abu). Tanto que su cerebro no se desconecta ni para dormir. Ay, sí, debe de ser eso.

Estoy por fundar una asociación de padres con niños maldormidores, aun a riesgo de ser la única integrante, porque mira que somos mentirosillos con esto: “Pues el mío duerme de maravilla”, “y solito en su habitación, que es un machote”, “yo la pongo en la cuna y en cinco minutos ya está dormida”, “uf, ¿a medianoche dices? Mis niños no se han despertado jamás de madrugada”.

De padres sufridos y troleros está el mundo lleno. A rebosar.

Yo lo confieso: mi niña duerme mal. Muy mal. Rematadamente mal. Pero aun así, sigue siendo… la perfecta niña de mis sueños.

Terry Gragera
@terrygragera

¿Dónde están las llaves? Matarile-rile-rile

23 Abr

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A veces me da la sensación de que estoy casada con Betty Missiego. Y no porque mi santo atesore unas mastodónticas entradas en su cabellera dignas de la sin par eurovisiva, sino por su empecinamiento en ser positivo.

Si me tapara los ojos, sería capaz de verlo cantando aquello de: “Si todo el mundo quisiera una canción / que hable de passsss / que hable de amor / sería sencillo podernos reunir / para vivir con ilusio-o-o-ón / quiero que sienta conmigo esta canción / que deje atrás su malhumor / para que salga en la vida a sonreír / y a disfrutar su condicio-o-o-ón”.

Todo ello con sus correspondientes golpes de manitas, por supuesto.

Él es así, todo buenrrollismo. Y no hay ocasión en que no quede acreditado que yo soy “asá”. Sin ir más lejos, esta pasada Semana Santa. Cuando yo ya estaba hasta la peineta de primos, allegados, tíos y demás parentela, él se descolgaba con un: “Pero si no es para tanto; disfruta”. ¡Pardiez! Si ni siquiera se altera con la familia política, ya es un caso de estudio.

Pero quizás penséis que soy una exagerada, que no es para tanto, que vosotros también habéis aguantado a la suegra sin “implosionar”. No obstante, creedme, lo suyo va más allá. Esa tendencia natural a ver la botella (y toda la bodega) medio llena, a no quejarse ni cuando le duele una muela, a sonreír pase lo que pase, ha tenido muchos momentos cumbre.

No obstante, uno de ellos se lleva la palma.

Sucedió el pasado verano en Portugal. Justamente el día que debíamos volvernos a España tras nuestras vacaciones. Seguro que os lo imagináis llevando maletas al coche, nervioso por el inminente viaje y mandando no alborotar a los niños. Os equivocáis.

Como cada mañana, mi santo madrugó para hacer footing por la playa. Cogió el coche, llegó hasta un bonito paraje bañado por el mar y comenzó su carrerita.

Yo lo esperaba en casa, pero el chico tardaba más de la cuenta. En esto llegó la dueña del apartamento, una señora portuguesa que rondaba los 70 y que no sabía ni una palabra de castellano, tal vez porque no había salido en su vida de aquella pedanía. Venía a cobrar (en efectivo, obrigada) y tuve que explicarle que mi maridito no había vuelto con el cash, pues habíamos quedado en que se pasaría por un cajero tras el trote mañanero.

No sé lo que entendió la buena mujer entre mis gestos y mi cara de circunstancias, pero se quedó en la entrada esperando un buen rato (“estes fazem-me um sinpa”). En esto, mis niños me pidieron el desayuno. Pero, claro, ni microondas, ni tostadora, ni nada de nada, porque el trotaplayas se había llevado la llave con la que, ¡oh cielos!, también se accionaba la electricidad.

Cuando ya estaba a punto de llamar a un abogado matrimonialista para consultarle si aquello era motivo justificado de nulidad o en su defecto de divorcio, sonó mi móvil:

–  ¿Qué tal?, le pregunté entre dientes (por no decirle, mevoyacagarenelfootingyentodoloquesemenea).

Y, atención, aquí viene su respuesta, ésa que me hizo comprender que estoy ante el hombre más happy del universo:

–  Regular, tirando a mal.

“¿Y eso?”, le pregunté.

–  He perdido las llaves del coche.

Bueno, total, ¿qué problema podría haber en perder en pleno Océano Atlántico las llaves únicas de un coche un domingo cualquiera de agosto en una aldea de Portugal cuando tienes que irte a España y una señora está esperando en la puerta a que le pagues con cara de “pero-qué-me-estás-contando”? Vamos, es que es querer sacar las cosas de quicio.

–   Y me había dejado la cartera dentro.

– ¡¡¡¡¡!!!!!

Apuesto un billón a uno a que no os imagináis cómo acabó la historia…

Pues sí, mi santo, ese hombre empeñado en que el mundo no es un valle de lágrimas sino un jardín de rosas, se dedicó a recorrerse a pie por la orilla los 15 kilómetros que había hecho corriendo para ver si entre olita y olita o arena nueva, enterrada o semienterrada aparecían las llaves de marras.

Con toda la confianza del mundo. O con un par, que no sé calificarlo.

Por mi parte, después de proferir unas cuantas aposiciones que no puedo reproducir aquí, y conmovida por los llantos de mis niños, me puse a rezarle a San Antonio, que es lo que siempre hago cuando se me pierde algo, según el método infalible de mi yaya.

Y no sé si por la fe ciega del corricolari o por mis incendiarias plegarias al santo, ¡¡¡las llaves acabaron apareciendo!!! Estaban en un chiringuito playero, donde alguien las había dejado antes de que el mar las hiciera suyas para siempre y nos viésemos obligados a pedir la nacionalidad portuguesa…

¿Es o no un ejemplar único mi excelso marido? Ya os lo decía yo: “Si todo el mundo tuviera una ilusió-o-o-o-o-o-o-o-o-o-ón…”.

 

Terry Gragera
@terrygragera

Una «marigüan» a la derecha

15 Abr

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Mi padre es un hombre de gustos sencillos. Pertenece a esa generación que se pasaba 40 años en la misma oficina trabajando de 8 de la mañana a 8 de la tarde sin organizar quinceemes para protestar por ello.

No recuerdo que se tirara al suelo a jugar con mis hermanos ni conmigo (que soy la mayor y le pillé más mozuelo), ni que nos leyera cuentos antes de dormir y mucho menos que nos organizara cumpleaños rimbombantes como los que los padres de hoy nos obligamos a preparar, impelidos por los tableros de Pinterest. Bastante tenía con eso que se llamaba “sacar a la familia adelante”.

Hoy cualquiera lo juzgaría como un padre cuasi ausente. Pero pasan los años, una cumple décadas y acaba por no echar de menos ni lo uno, ni lo otro ni lo de más allá.

Sin embargo, sí recuerdo una época especial que siempre he compartido con él: la Semana Santa. Mi padre me llevaba a ver las procesiones cada noche. Contemplábamos los Pasos (“que ya viene el Rescate”, “mira la Romina”, “qué bien va el Cautivo”), corríamos por las calles para no perdernos cómo se encerraban las cofradías y saboreábamos un bocadillo en el Frankfurt que nos sabía a gloria, por supuesto bendita.

A mí me encantaba el olor a incienso y memorizaba todas las marchas de las bandas procesionales: “Na, na, na, na, na, nanananana, nanananana”, mientras imitaba los pasos de los costaleros a la orden de: “Una marigüan a la derecha”.

Tardé años en descubrir que eso de “una marigüan” que yo había aceptado como bueno dentro del lenguaje de los capataces, era en realidad: “Todos por igual a la derecha”. Pero aún hoy me surge de forma inconsciente mientras recuerdo aquellas veladas como uno de los momentos más felices de mi infancia.

Ahora somos nosotros, sus nietos y yo, los que lo sacamos a él a ver procesiones, porque el abuelo se acomoda en el sillón y dice que prefiere verlas por televisión. Y de eso nada.

El “veneno” semanasanteril parece que ha inoculado en Ada, a la que le gusta el ambientillo y el bullicio de la calle en esos días. Teo, más pragmático como su santo padre, dice que los tambores hacen mucho ruido y se retira en cuanto puede, no sin antes disfrutar de los “otros” placeres incluidos en la tradición: patatas asadas, bocata y heladito en Los Italianos.

Como con eso de la salud la gente se ha puesto muy pesada últimamente, ya no venden los penitentes de caramelo (de un palmo de altos) que los niños íbamos gastando, lengüetazo a lengüetazo, a lo largo de la Semana Santa.

Los he buscado por todos lados para revivir la parte más calórica y cariogénica de mi infancia, pero en las confiterías me miran con cara de: “¡Insensata!, ¿pero le pensabas dar eso a los niños?”, como si a los infantes de aquella época nos hubieran atacado la pelagra o el escorbuto por disfrutar de nuestro bloque de azúcar puro caramelizado de colores.

Este año lo seguiré intentando. Y, mientras, agudizaré el oído del brazo de mi padre para escuchar aquello de “una marigüan a la derecha”.

 

Terry Gragera
@terrygragera

El huevo infinito

8 Abr

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Yo no sé por qué filósofos, eruditos y, en general, gente de meninge inquieta, lleva toda la vida debatiendo acerca de qué fue antes: el huevo o la gallina.

No me explico cómo no se lo han preguntado a Teo:

–  Pues qué va a ser, mamá… ¡La gallina! Primero estaba la gallina y luego vino el huevo, porque son ellas las que los ponen.

Dicho así, el chico a sus ocho añitos tiene toda la razón, por lo que no he vuelto (ni volveré) a plantearme la cuestión. Concluimos entonces que inicialmente vino el cacareo y luego el cascarón.

Ahora bien, aunque mi niño parece sabio (y este es el momento en que mi madre, oséase, su abuela, se está descoyuntando diciendo que no lo semeja sino que lo es), tiene algunas dudas, digamos, particulares.

– Mamá, ¿cuál es el número que viene justo antes del infinito?

Así, sin anestesia y justo antes de dormirse. Y, claro, ¿dónde están los libros que te enseñan a contestar a esta pregunta?

En menos de una décima de segundo, y mientras veía cómo sus ojos estaban clavados en mí esperando la contestación, me planteé algunas posibilidades:

Opción A: ¡Pues cual va a ser! El infinito menos uno.

Opción B: Eso te lo van a explicar mañana en el cole y si te lo cuento yo ahora le estropeo la lección a la seño, cariño mííííííííííííío.

Opción C: No hay más preguntas, a callar y dormir, que como no te duermas en menos de un minuto, mañana no hay dibujos animados.

Opción D: Uy, ¿qué es esa sombra? A dormir que viene el hombre del saco…

Como no me convencía ninguna (más que nada por la probabilidad cierta de contrarréplica), decidí darle un beso de buenas noches y hacerme la mudita para obviar el compromiso. Pero nada.

Él quería saber. Así que finalmente tuve que reconocer mi ignorancia, no sin antes proferir: “¿Pero cómo se te ocurren esas cosas?”. “Porque tengo muchas ideas en la cabeza”.

Y tanto.

Un nanosegundo después llegaba a mis oídos una nueva consulta (lo del hombre del saco hubiera sido infalible…).

–  ¿Y cuándo nació Dios?

–  Dios no nació nunca, hijo. Estaba ahí desde siempre.

Ceño fruncido. Cara de esto-no-me-gusta-ni-me-convence y yo viéndome que me taladraba con otra repregunta más.

Pero no. El pobre se quedó transido de preocupación, atribulado y cariacontecido porque, descendiendo a lo importante a su edad, se dio cuenta de un detalle crucial:

–   ¡Pues, vaya! Entonces no puede celebrar nunca su cumpleaños.

En el fondo, mi niño es un sentimental. Pese a sus tonteos con la filosofía pura, sus aproximaciones a la gnosis de lo divino y lo humano y sus escarceos con la matemática elemental, se me viene abajo por unas velitas de aniversario.

Cuando se entere de que el desventurado infinito nunca acaba, lo veo, huevos en mano, manifestándose ante la Comunidad Europea por explotación numeral.

 

Terry Gragera
@terrygragera

La espinilla desperturbadora

1 Abr

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Domingo por la tarde. Repaso mi fin de semana y ¡oh cielos! en esta ocasión tampoco ha tocado ir al cine… de mayores. Y ya no hablo de una película de arte y ensayo en versión original sueca y con subtítulos en inglés. Me conformaría con el último taquillazo prescindible del cine español. Pero ni eso.

Mi agenda de estos dos días es la de mis niños, que tienen una vida social que ni Gunilla von Bismarck en sus mejores noches marbellíes. Así que mi santo y yo vamos de partido a cumpleaños y de cumpleaños a partido (o lo que se tercie) con la lengua fuera durante esos dos raquíticos días de asueto.

Este y todos los fines de semana. Sin sorpresas.

Como hubo un tiempo en que fui ingenua y creía que lo de cultivarme dependía exclusivamente de mí, soy de ese tipo de personas que antes de ser madre ha mantenido esta conversación:

–  “Pues yo prefiero vivir en la ciudad, y no en las afueras, porque así tendré más fácil seguir yendo a teatros, exposiciones, conciertos…”

–    …

La muda interlocutora era, en este caso, mi cuñada Isabel, una mujer sabia y prudente (no sólo por esto, sino por muchas otras razones que no citaré aquí), que me miró entonces mientras asentía en silencio, tal vez calibrando lo dura que sería la caída.

Y, efectivamente, como diría mi yaya, aún me estoy resintiendo del testarazo, porque en estos 11 años de maternidad, de de ná. Ni convencional ni alternativo, ni experimental ni clásico. Walt Disney, Pixar, Los Tres Cerditos y Pedro y el Lobo… a lo más.

Pero hete tú aquí que este pensamiento perturbador que estaba comenzando a amolarme, baquetearme y amohinarme (o lo que viene siendo: a hacerme la mismísima puñeta) me surgió justo en el momento en que visitaba una parafarmacia.

Y una parafarmacia puede dar mucho de sí…

Como en un acto reflejo, me dirigí sin pensarlo a la sección de cremas atópicas. Esas que le compraba a mi niña con pocos meses para tratar su dermatitis y que hemos tenido en casa hasta “antesdeayer”.

Pero, de repente, y como en una revelación, tal como si ante mí se abrieran en la tienda las aguas de mi malhumorada pesadumbre (a un lado los anticelulíticos, a otro los crecepelos) me di cuenta de que esta vez no había ido a por una de ellas, sino a por una pócima, pomada, ungüento o loción para tratar esos primeros granitos de preadolescente que ya empiezan a aparecer en la cara de mi bebé (de 11 añitos).

Y como poseída por el maligno y a punto de tortearme (mala, mala, mala) advertí lo fugaz que se había hecho esta última década y, lo que es mucho peor, lo efímera que podía ser la siguiente y la siguiente y la otra.

Y me vi mañana mismo (pues ayer me parece que fue cuando tuve a mis niños por primera vez en el regazo) comprando pañales para mis nietos o quizá de nuevo un antiespinilloso para alguno de esos mozalbetes empeñados en llamarme abuela.

Qué flus, virgensantadelapiedadbendita. Qué flus más descomunal.

Así que salí de la parafarmacia con 20 euros menos a cuenta de la crema para mi niña, pero con un peeling interior que ya quisiera haberme facilitado un psicoanalista argentino.

Y aquí me tenéis: ufana y dichosa, a la vez que convencida, de que no hay nada mejor que una agenda infantil bien nutrida que te organice el fin de semana como tiene que ser.

De que no hay nada más inspirador que un teatro de marionetas, un taller de adornos con papel maché o una película de Boing, Disney Channel o Clan.

¡Benditas espinillas! Y yo que me lo quería perder…

Terry Gragera
@terrygragera