Archivo | noviembre, 2013

Luz y taquígrafos

26 Nov

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Desde que osé hacer público lo de “La taaaaapa, la taaaaapa”, mi vida se ha convertido en un infierno. Mi santo, cual cobrador del frac, me persigue por toda la casa al bramido de “Las luuuuces, las luuuuces”. Es un hombre poco derrochón, qué le vamos a hacer. Exactamente igual que yo, a excepción del asunto lumínico, en que me gusta que mi hogar parezca una feria.

Esta querencia me viene de antiguo, pues recuerdo cómo de pequeña mi padre, al llegar de trabajar, y ante el asombroso espectáculo de no ver ni una sola bombilla apagada, nos inquiría: “¿¡Es que somos accionistas de La Sevillana!?”. Y justo después: “¿Qué os creéis, que nos regalan el dinero en el Banco’spaña?“. “Pues más vale, porque con lo que vais a tener que pagar de luz…”.

Así que aquí me tenéis, unos cuantos años más tarde, ahíta, agotada, fatigada porque mi maridito le ha declarado la guerra a los vatios. Al menos, aparentemente. Porque me barrunto que tal vez sea una venganza sin piedad por revelar tan íntimo secreto de nuestra vida escatológica.

Él, que es el hombre tranquilo, el hermano mayor del santo Job, se ha dejado llevar por la revancha más roñosa. Y en el momento más inoportuno. Sí, porque no entiende que volver a la miopía a los 42 años es una desgracia como otra cualquiera. Porque yo era, amigos, una operada feliz, muy feliz, hasta que las traicioneras dioptrías han vuelto a mi vida, así que me paso el día diciendo “¡que no veeeeo!, ¡que no veeeeo”. Lo que me obliga a volver a los anteojos, a las lentes, a las gafitas de marras que taaaanto me gustan. “Claro, es la edad”, me dice todo el mundo, como si me hubiera convertido ya en una abuela con presbicia. Pues no, que lo mío es miopía adolescente.

Porque no veo un pimiento, y porque tengo otras cosas en qué pensar que en accionar interruptores cada vez que cambio mi ubicación en casa tan solo unos centímetros, nuestro hogar resplandece cual imperio en tiempos de Felipe II.

Pero la obsesión de mi santo es tan alta que no baja la guardia ni fuera de nuestro hogar. “Piiip, piiip”, sonaba mi  whatsapp hace unos días: “Las luuuuces, las luuuuces”, leía estupefacta mientras él me reconvenía desde el coche. Ay, qué cruz. ¿Cómo le hago entender que un halógeno encendido no hace daño a nadie, mientras que una tapa levantada es un delito contra la higiene y contra mi precario equilibrio mental? Me siento más perseguida que Iker Casillas, que ya es decir.

Aunque ¿sabéis qué os digo? Que yo sigo a lo mío. Abajo la penumbra, arriba los corazones. Olvidemos el crepúsculo doméstico, la sombra, la oscuridad. Que echen humo los contadores de la luz para que haya quien se forre de una vez con todo el derecho. Y a mí costa. Que estoy rumbosa.

Luz y taquígrafos, amigos. Luz y taquígrafos.

Terry Gragera
@terrygragera

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Kira, la robacorazones

20 Nov

blog_ocasoEl post de esta semana sale un poco más tarde de lo habitual por asuntos estrictamente familiares. Y digo familiares porque Kira, nuestra cobaya, con su saber estar cual dama de la alta sociedad se había ganado a pulso ser considerada una más de la familia. Siempre discreta y tranquila, había conseguido robarme el corazón incluso a mí, que fui el mayor escollo para que acabara recalando en casa, gracias a la alergia de nuestra amiga Amaya y a la generosidad de su hija Claudia.

Pero esa naturaleza delicada tiene también sus contrapartidas, y el lunes se fue a hacerle compañía a San Francisco de Asís, que a este paso nos va a pedir un plus por cuidar de tantas mascotas allí arriba.

Mi jefe, que demostró sobrada sabiduría al contratarme, me decía que el problema de los animales domésticos es el cariño que les toman los niños y lo mal que lo pasan cuando se van. Y tiene razón. Pero sólo a medias. Porque para Ada y Teo, este proceso de ida y vuelta ha sido todo un aprendizaje.

Ayer en casa lloró hasta el apuntador. Unos por dentro, como mi santo, y otros a lágrima viva, como los niños, o intentando mantener el tipo, como en mi caso. Pero esta dolorosa experiencia nos ha servido y nos servirá para pensar en lo que nos enseñan quienes nos rodean, en las vivencias que compartimos y en lo que significa echar de menos y tolerar la tristeza. La propia y la de los hijos que, en mi caso, es lo que más me cuesta porque debí de saltarme la vacuna de la sobreprotección como amable e insistentemente (muy insistentemente) se encarga de recordarme mi querido hermano Fernando.

Hoy, y a pesar de mis miedos, tengo que reconocer que los peques están mejor de lo esperado; sin embargo, mi santo y yo seguimos renqueando al pensar en la encantadora cobaya.

Las perspectivas el lunes no eran halagüeñas: “Pues yo mañana no quiero ir al cole”, “me da igual suspender el examen”, “tengo ensayo de la obra de Navidad y no voy a poder hacerlo”… Un dramón en toda regla. Aunque según fue avanzando la tarde, cada uno fue definiendo su duelo. Ada siguió llorando durante horas y horas (al estilo de su madre) y Teo se escoró al lado pragmático (a la manera de su padre).

-“Mamá, ¿estará abierto el kiosco todavía?”.
– (Querrá una tarjeta de despedida, pensé yo). “¿Para qué, Teo?”.
– “Para que me compréis unos go-gos y así se me quita la pena”.
– “Pero, Teo, ¡¡cómo puedes pensar en eso ahora!! “, hipaba su hermana.

Eso se llama sacar rédito del asunto. Si cuando yo digo que este niño va para político, no ando desencaminada.

Luego tocó charla en la cama con los dos. Cada uno en su estilo.

-“Mamá, ¿se puede uno morir después de muerto?”.
– “No, Teo, pero ¿para qué quieres saber eso?”.
– “Porque si en el cielo Kira se pone muy malita y se muere allí, ¿adónde irá entonces?”.

Ay, qué carraspeo.

-“Vale, entonces, ¿cuánto se tarda en llegar desde la Tierra hasta la atmósfera?”.

Uf, qué sofoco.

Para deducciones astronómicas estamos…

Mientras, Ada se admiraba de la respuesta de su papá, un hombretón de 43 años, que salía no corriendo sino volando con la cobaya hacia el veterinario. «Cómo nos quiere, papá». Y recordábamos juntas el reciente cumpleaños de Kira, que por supuesto habíamos celebrado, con un gorrito de fiesta casero y una tarta hecha a base de zanahoria, calabacín y heno que hizo las delicias de la homenajeada.

Lo dicho, que cada cual vive la pena a su manera. Unas al estilo de Anne Shirley en Ana de las Tejas Verdes, y otros con la calculadora en la mano. Pero todos con sentimiento por haber perdido a la adorable Kira. Al final no lo vamos a estar haciendo tan mal.

Terry Gragera
@terrygragera

¡Que no decaiga!

12 Nov

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¿Soy la única que no recuerda haber juramentado, en un arranque culposo, doloso o, cuando menos, insensato, que una de mis tareas principales durante esta gozosa vida marital sería… ¡¡¡bajar todos los días mil veces la tapa del váter!!!?

¿Pero qué sucede? ¿Cuál es el problema, el insalvable obstáculo que incapacita a mi santo para bajar el adminículo dichoso después de miccionar?

Pongámonos en situación: uno siente un cosquilleo en la vejiga… ¡ha llegado la hora de hacer aguas menores! Se aproxima a un waterclose, se baja la bragueta, extrae el instrumento, lo alivia, lo envaina, se sube la bragueta, tira de la cadena y… y…¡¡¡YYYY!!! Ba-ja-la-ta-pa (suenan violines y cánticos celestiales).

Pero en casa ¡no! La tapa queda erguida, arriba, en todo lo alto, como una alegoría del ánimo, la bravura y la voluntad que nunca decaen.

Y yo voy detrás, cerrándola. Unas cien veces al día. Todos los días de mi vida. Cuando estoy de humor musitando: “Ay, qué despistadillo es”; cuando estoy premenstrual, perjurando: “Me voy a cag… en todo lo que se menea”. Es en esos momentos cuando puede oírseme por la casa, cual alma que lleva el diablo: “¡La taaaapa, la taaaapa!”. Pero mi santo, como el que oye llover. Parece haber hecho suyo aquello de “lo bueno si breve, dos veces bueno”, y es descargar la última gotita y salir escopeteado del baño.

Hace unos meses, la luz llegó a mí: descubrí las tapas del váter con autocierre. Sí, esas a las que das un liviano toque y caen solitas, en una cadencia lenta y progresiva hasta, cataplún, dejar sellado el wc. Y compré dos. Una para cada baño. “Problema resuelto”, pensé.

Pero no es intención de mi santo hacerme conocer la felicidad de esta manera. Así que no se digna a empujar suavemente, casi como si se tratase de una caricia al aire, la tapa, para que ella acabe de plegarse en solitario. No. Sigue dejándola levantada, bien arriba, ¡banderas al viento!

Y lo peor de todo es que, con este sistema, cuando voy detrás y me toca bajarla a mí ya no puedo dar un golpetazo ¡con todas mis ganas! para que se entere mientra digo lo de “¡La taaaapa, la taaaapa!”.

Esto del váter ha echado por tierra a más de un matrimonio, que lo sé yo. Por eso, unos científicos norteamericanos muy píos se han dedicado a investigar el ángulo de ataque ideal para que los hombres no se orinen fuera de la taza. Y no han tenido pudor en publicarlo. Yo, por la parte que no me toca, les agradezco mucho la intención, pero tengo que admitir que mi marido, ya sea con caudal a chorro o a caño, nunca lo hace fuera. Sería perfecto, tengo que confesarlo, de no ser por el desagradable asunto de la tapa izada.

Como las desgracias nunca vienen solas, una de las maravillosas, aunque inútiles, tapas autocerrables que adquirí se ha atascado y ahora ofrece un “quiero, pero no puedo” a mitad de camino entre la taza y la cisterna. Una visión que me aflige sobremanera y que despierta una sonrisilla de venganza en mi santo.

“Vaya, parece que no se cierra”, me dice envalentonado. ¡Esto es un sinvivir! ¿Algún arreglador de tapas en la sala?

Terry  Gragera
@terrygragera

El tercer ojo

5 Nov

blog_telefonoNi vampiros, ni fantasmas ni espíritus de Halloween, lo que da miedo de verdad es el tercer ojo de mi madre. Sí, ése que le hace radiografiarme con solo descolgar el teléfono, a pesar de los 500 kilómetros que nos separan.

-Hola.

-¿Qué te pasa?, ¿estás mala?, ¿te duele la cabeza?, ¿te has tomado algo?, ¿cuándo tienes que volver al acupuntor?, ¡acuéstate ya!

Todo eso según termino de decir tímidamente  –la.

-Que no, mamá, que no me pasa nada.

-A mí me vas tú a engañar…

Y lo más increíble de todo es que encima… ¡tiene razón! Así que después de despotricar de esos genes (herencia paterna, faltaría más) que me colocan en el top de migrañosas-hasta-la-peineta, mi apesadumbrada madre cuelga entre soplidos e hiperventilando, mientras se encomienda a no sé qué santos para que me quiten el dolor.

Inútil, inútil total, porque estoy convencida de que Santa Rita me hace vudú con eso de “lo que se da no se quita” y mis dolores de cabeza son más pertinaces que la sequía que nos lleva acechando desde no se sabe cuándo.

Pero mi madre es inasequible al desaliento, así que nada más amanecer se tira como poseída al teléfono para confirmar que todo el santoral la ha obedecido sin chistar como hace mi padre: “¿Qué, estás mejor?”. “Claro, mamá; estoy perfecta como siempre”.

Esa clarividencia sí que asusta, aterra, espeluzna. Dónde vamos a llegar. Es que una ya no puede ni mentirle a su propia madre, que todo lo adivina, todo lo predice, todo lo presiente, todo lo augura… Vamos, que estoy tan sensibilizada con el oráculo que cuando veo a Esperanza Gracia moviendo sus manitas alegremente en la tele, casi me da por llamarla “tita”. Y a un tris me encuentro de invitar a Rappel, Carlos Jesús y todos los habitantes de Raticulín a mis próximos eventos familiares.

Al margen de la sagacidad materna, el fin de semana largo ha sido provechoso. Debo confesar que soy de las que acogen alegremente las nuevas tradiciones. Y como mis niños nos pidieron fiesta de Halloween, fiesta de Halloween que tuvieron (que sí, que soy muy blanda, lo admito).

Yo me disfracé de bruja (más que nada por sentirme un día en el bando de algunas que no dejan la escoba ni para dormir. Y no, no voy a ser tan temeraria de señalar). Así que con Ada caracterizada de momia, con Teo de esqueleto y con mi santo, de zombie, nos montamos una Halloween party en casa para 12 infantes. Y lo pasamos genial. Hay que aprovechar al máximo estas ocasiones, que en menos de nada tus niños se convierten en relaciones públicas de la Joy Eslava, como Froilán, y vete tú a proponerles una fiestecita casera, ni aunque sea en el mismísimo Palacio Real.

Tal vez imbuido por el ambiente paranormal de estos días, y como no puede dejar reposando sus meninges, Teo me asaltó de nuevo: “Mamá, ¿cuántas dimensiones tienen las sombras?”. Estuve por simular que me entraba una llamada urgente al móvil, pero en un nanosegundo tuve que decidir si mandarlo a que le respondiera mi santo, que para eso ha estudiado una ingeniería, o telefonear a mi madre, que tiene línea directa con el universo astral.

No contento con la respuesta que su azorado progenitor le había proporcionado, y como estaba especialmente parlanchín, mi niño me atacó por otro flanco: “Mamá, ¿Jesús hace milagros?”. “Sí, hijo”. “Pues ojalá me arregle mi arco. Por cierto, mamá, ¿de dónde nació Jesús?”. “De la Virgen, ya lo sabes”. “¿Y la Virgen?”. “¿De san Joaquín y santa Ana?”. “¿Y el primer hombre y la primera mujer?”. “Pues fueron Adán y Eva”. “Sí, pero ¿cómo se crearon?”. “Pues los creó Dios”. “¿Y quién creó a Dios?”. “El estaba ahí desde siempre”. “Alááááá, qué morro, así le da tiempo a hacer de todo. Si no acaba algo un día, pues lo deja para dentro de mil años y solucionado…”. Pero, virgensantadelapiedadbendita, es que este niño va a llevarme directamente a la hiperhidrosis…

Al menos, ya tenemos los “deberes” hechos para Navidad, que hay que pensar en positivo. Pero es que yo ya no estoy para semejantes trotes mentales, que estos niños míos me agotan. ¿Por qué no les dará por aprenderse la alineación del Madrid a uno y por memorizar los capítulos de Violeta a la otra? No, ellos, ahí, sacando jugo de mi castigado cerebro. No tengo alternativa. Voy a tener que mandarlos una temporada con mi madre para que los instruya en el noble arte de la adivinación y así me dejen de preguntar.

Terry Gragera
@terrygragera

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