Desde que osé hacer público lo de “La taaaaapa, la taaaaapa”, mi vida se ha convertido en un infierno. Mi santo, cual cobrador del frac, me persigue por toda la casa al bramido de “Las luuuuces, las luuuuces”. Es un hombre poco derrochón, qué le vamos a hacer. Exactamente igual que yo, a excepción del asunto lumínico, en que me gusta que mi hogar parezca una feria.
Esta querencia me viene de antiguo, pues recuerdo cómo de pequeña mi padre, al llegar de trabajar, y ante el asombroso espectáculo de no ver ni una sola bombilla apagada, nos inquiría: “¿¡Es que somos accionistas de La Sevillana!?”. Y justo después: “¿Qué os creéis, que nos regalan el dinero en el Banco’spaña?“. “Pues más vale, porque con lo que vais a tener que pagar de luz…”.
Así que aquí me tenéis, unos cuantos años más tarde, ahíta, agotada, fatigada porque mi maridito le ha declarado la guerra a los vatios. Al menos, aparentemente. Porque me barrunto que tal vez sea una venganza sin piedad por revelar tan íntimo secreto de nuestra vida escatológica.
Él, que es el hombre tranquilo, el hermano mayor del santo Job, se ha dejado llevar por la revancha más roñosa. Y en el momento más inoportuno. Sí, porque no entiende que volver a la miopía a los 42 años es una desgracia como otra cualquiera. Porque yo era, amigos, una operada feliz, muy feliz, hasta que las traicioneras dioptrías han vuelto a mi vida, así que me paso el día diciendo “¡que no veeeeo!, ¡que no veeeeo”. Lo que me obliga a volver a los anteojos, a las lentes, a las gafitas de marras que taaaanto me gustan. “Claro, es la edad”, me dice todo el mundo, como si me hubiera convertido ya en una abuela con presbicia. Pues no, que lo mío es miopía adolescente.
Porque no veo un pimiento, y porque tengo otras cosas en qué pensar que en accionar interruptores cada vez que cambio mi ubicación en casa tan solo unos centímetros, nuestro hogar resplandece cual imperio en tiempos de Felipe II.
Pero la obsesión de mi santo es tan alta que no baja la guardia ni fuera de nuestro hogar. “Piiip, piiip”, sonaba mi whatsapp hace unos días: “Las luuuuces, las luuuuces”, leía estupefacta mientras él me reconvenía desde el coche. Ay, qué cruz. ¿Cómo le hago entender que un halógeno encendido no hace daño a nadie, mientras que una tapa levantada es un delito contra la higiene y contra mi precario equilibrio mental? Me siento más perseguida que Iker Casillas, que ya es decir.
Aunque ¿sabéis qué os digo? Que yo sigo a lo mío. Abajo la penumbra, arriba los corazones. Olvidemos el crepúsculo doméstico, la sombra, la oscuridad. Que echen humo los contadores de la luz para que haya quien se forre de una vez con todo el derecho. Y a mí costa. Que estoy rumbosa.
Luz y taquígrafos, amigos. Luz y taquígrafos.
Terry Gragera
@terrygragera
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