Archivo | diciembre, 2013

¡FN y PAN!

18 Dic

reyes_magos_blog

Como dice Teo, “de tal palo, tal espina”. Y en su caso es así. No ha salido obcecado ni cabezota ni testarudo ni tozudo como su padre. Mi hijo es persistente, constante, perseverante, tenaz… como su madre. Por eso ha pasado exactamente 365 días con Papá Noel y compañía pegados en las ventanas de su habitación. Se propuso mantener la decoración navideña durante un año y a fe que lo ha conseguido.

Así que en nuestra humilde morada, y con pleno derecho, ¡ya es Navidad! En el Belén lucen ilustres figurillas como el Pipinet (a falta de un Caganet como Dios manda), y en el Árbol se han hecho fuertes los adornos imposibles que llevamos recopilando desde que mi santo y yo celebramos nuestra honey moon en Londres un mes de octubre de hace 15 años.

Sea agosto, marzo o noviembre, cada vez que salimos en familia por ahí compramos un adorno para el arbolito. Así que luego el pobre abeto luce desde un jamoncito de resina de la Alpujarra hasta una casita alemana, un indalo de Almería o ¡por fin! un Papá Noel de Lego comprado en el mismísimo mes de julio en tierras teutonas. Todo muy kitsch. Pero oye, es empezar a desembalar regalitos y subirte así una emoción al pecho, un cosquilleo abdomino-gutural recordando buenos momentos que nada más que por eso merece la pena el engendro visual.

Además, como en toda casa con niños que se precie, nuestro Belén tiene sutiles remiendos: un decapitado por allí, un gatito a medio orejear e incluso la Virgen María sin mano derecha. Solera o pátina vintage, que se llama.

He de confesaros que aunque soy una rendida enamorada de la Navidad, poco me falta para que a 6 de enero acabe con sobredosis de valerianas. Y no penséis mal, no es porque insinúe que lo que de verdad estropea las fiestas es pasarlas en familia, que pa-ra-na-da, ni porque acabe hasta los cuernos de Rudolph de que los mildoscientostreintaycinco grupos de Whatsapp en los que algún alma caritativa me ha incluido (sin preguntar) me bombardeen a mensajitos con la bruja de la suerte y el papá Noel exhibicionista, que en absoluto. Ni siquiera porque todos mis conocidos se empeñen en buscar un hueco (“¡a ver si nos vemos!”) justo en esos 15 días cuando hay otros 350 totalmente libres. No, no es eso.

Es que… Se trata de… Bueno, ya os lo cuento en otra ocasión.

Lo importante ahora es disfrutar y encarar el nuevo año con fuerza. Sí, de esa que emplean las suegras para decirte cuááááánto te quieren o tal vez fulminarte con la mirada; ya sabéis, queridos todos, que la energía ni se crea ni se destruye, sino que se transforma, como el espíritu de la Navidad que nos llena de gozo y parabienes el corazón.

Para el 2014 voy a hacer propósito de enmienda y tal como decía Ada con dos añitos: “Ya no voy a pegar ni morder ni arañar ni meter el dedo en la oreja ni meter el dedo en el ojo”. Pues yo igual, pero en adulto.

Mientras lo pienso detenidamente, os dejo hasta el día 7 de enero. Ponedme a los pies de vuestras madres políticas y, sobre todo, sed muy, pero que muy felices, Periquitos. Me encanta despedir el año en vuestra compañía. ¡Nos piamos en 2014!

Terry Gragera
@terrygragera

La felicidad a aa a (¡con ritmo!)

11 Dic

patito

Hace once años yo era una madre primeriza. Muy primeriza. Detallando: de las que se encerraba en casa tras las vacunas por si a la niña le daba reacción. De las que entraba constantemente a la habitación para comprobar si la recién nacida respiraba. De las que le cambiaba el body a las cuatro de la madrugada porque le había caído una (1) gotita de pipí.

Pero ahora todo ha cambiado. Ahora soy una primeriza con once años de experiencia. Aunque en esto de la maternidad sigo teniendo sueldo de becaria (oséase, nasti de plasti) y mis condiciones laborales son más que precarias: continúo trabajando días laborables, fines de semana y fiestas de guardar; en horario diurno y nocturno con turnos rotatorios y jornadas de 24 horas, y mis jefes, esos dos niños de casi 11 y 8 años que pululan por la casa, no tienen pinta de modificarme el contrato.

Tampoco he cambiado en mi querencia por leer todo lo que de educación infantil se hubiera escrito en esta u otras latitudes, lo que me ha sido muy útil con mi santo para imponer mi criterio: “Que no lo digo yo, que lo dicen los expertos…” (claro, basta con citar al sesudo de tu cuerda y asunto arreglado, pero lo importante es salirte con la tuya, que no es la suya sino la mía).

Debido a esa incomprendida manía, un día llegó a mis manos un documento más revelador que las profecías de Nostradamus: “Las 10 cosas que hacen más felices a los niños”. Como poseída por mí misma, me tiré a él y, antes de nada, lo plastifiqué para garantizar su integridad. Por fin tenía ante mí el enigma más esperado, el arcano más oculto, el secreto más recóndito.

Tal vez una eminente neuropediatra había investigado las conexiones cerebrales de un grupo seleccionado de niños ante unos estímulos cuidadosamente escogidos y bajo rigurosas condiciones ambientales. ¡Y yo iba a conocer el resultado! ¡Qué gozo, qué sin par alegría, qué molicie y algaraza! (me voy poniendo fina, que ya llega el resultado!

¿Y bien? Queridos amigos, tengo que confesaros que he mantenido ese documento conmigo durante muchos años para que no se me olvidara nunca que lo que realmente hace feliz a un niño no es vaciar la cuenta corriente de sus padres en un parque de atracciones, ni pintarle bigotes a la mismísima Gioconda, ni montar un alado caballo blanco, ni tan siquiera vivir en la casa de Pin y Pon.

Lo que de verdad hace felices a los niños es… ¡¡¡dar de comer a los patos!!!

Mi reino por un trozo de pan duro, me dije entonces. Y hasta hoy.

Pensaba en ello este fin de semana en que hemos tenido a dos invitados menudos en casa. Dos amiguitos más dos hijos hacen un total de cuatro organismos multicelulares que necesitan cuatro camas (y ya me quito las gafas de secretaria del Un, Dos, Tres). Sin problema. “¿Ves, querido marido, qué prácticas son las camas nido… ¡y no lo digo yo!?”.

Pero no. Mis hijos y sus amigos Pedro y Álvaro decidieron ser felices por su cuenta. Detallo: Uno (Teo) durmiendo en el hueco que deja la cama nido al sacarla hacia fuera; otro (Pedro) recostado en el suelo que para eso es un boy scout; otra (Ada) retrepada bajo su escritorio encima de unos cojines. Falta el cuarto (Álvaro), descendiente directo del Homo Sapiens, que decidió dormir sobre una cama a pierna suelta y dejarse de experimentos happy como los demás.

A la mañana siguiente, todos tan contentos y como una rosa. ¡Qué mala es la edad, si a mí con sólo pensarlo ya se me estaban deshaciendo los riñones!

Para el 2014 voy a proponerme volver a los orígenes, ser feliz con lo más puro, menos es más, amigos. Que hay que acercarse a los patos, pues me tendré que ir a Salzburgo a ver El Lago de los Cisnes; ¿que hay que dormir en recónditos lugares? Pues tendré que dar la vuelta al mundo en su búsqueda (en business, claro). Es que la felicidad está en esas pequeñas cosas… ¡Y no lo digo yo!

Terry Gragera
@terrygragera

Como una niña con coletas nuevas

3 Dic

blog_jesuitinas

Hace justo un año descubría un secreto que estoy por patentar: un método revolucionario para quitarse arrugas, canas y ojeras, en definitiva, más de 20 años de encima. Se trata de EAF (encontrar amigas por Facebook). Y tras este fin de semana, puedo dar fe de que sigue funcionando. Porque sí, queridos, he vuelto a reunirme con mis amigas del colegio, con ésas que dejé de ver cuando tenía 13 años y llevaba uniforme y coletas y cuyo contacto he retomado tras 28 laaaargos años.

Y me diréis, ¿y qué tienes en común con ellas, después de toda una vida separadas? Pues absolutamente todo. Encajamos como un mosaico. Casadas, arrejuntadas, en búsqueda activa de pareja, en búsqueda pasiva de pareja, separadas, divorciadas, anuladas… al final todas acabamos hablando de lo mismo: de los hijos. De los nuestros y de los de las otras, a pesar de que no los hayamos visto jamás.

Además, aunque parezca imposible todas coincidimos en tres cosas: un máster, un posgrado y un plan de ahorro.

Sí porque todas hemos cursado el máster en manualidades zen que te habilita para no abrir la ventana y ponerte a cantar una jota cuando a las 9 de la noche alguno de tus niños se descuelga sutilmente: “Mamá, se me ha olvidado decirte que para mañana necesito llevar al cole una cinta azul pavo real pintada con letras en relieve en rojo bermellón de las palabras de una mujer que haya ganado un Nobel, tenga menos de 40 años y sea austrohúngara”. “Hija, espera que acabe de hacer los deberes con tu hermano, que se me queman las croquetas y la lavadora está a punto de terminar y luego solucionamos lo tuyo”. Y lo curioso es que al día siguiente la niña lleva su cinta azul pavo real con letras rojo bermellón en relieve, mientras a ti de camino al trabajo no te queda otra que musitar: “La Virgen del Pilar diceeee, que no quiere ser francesaaaa, que quiere ser capitana de la tropa aragonesaaaa.”.

Y qué referir de ese posgrado que cursamos con deleite reaprendiendo ríos, cordilleras, capitales de Europa y lo que se tercie (“la religión que la estudie contigo, cariño, que a ti se te da mejor”), en español, en inglés o en paquistaní.

Por no hablar de nuestro común gusto por el ahorro en sillones a costa de no poner las posaderas en ninguno durante toda la semana porque, a falta de otras cosas, lo que nos complace, nos seduce, nos arrebata a las madres es estar de pie, que dicen que así riega mejor la cabeza.

Una es madre aun en ese único sábado al año reservado para estar con las amigas del colegio. “Ahora vuelvo y me tomo el postre, que voy a llevar al niño a un cumpleaños”, “uy, perdonadme, os tengo que dejar que tengo que comprar terrones de azúcar para hacer con mi niño un iglú que tiene que presentar el lunes”. “Vengo enseguida, que voy a recoger al niño del cumpleaños”.

Claro que quien no ejerce de madre, ejerce de hija. Como yo, que dejé a mis niños al cuidado excelso de su padre y me fui yo solita en autobús para encontrarme con mis amigas y mis profesoras del cole. ¡Qué felicidad, qué descanso! 500 kilómetros de ida y 500 de vuelta sentadita sin hacer nada, absolutamente nada. Eso sí que es reposar, al menos físicamente, porque claro, una cree que a sus 42 años ya no tiene que pasar por ciertas cosas, pero ¡no! Mi madre es de las que ejerce siempre. Por eso al llegar me preparó una frugal cena que paso a detallar: gambones a la plancha, langostinos, mejillones al vapor, pastel de salmón, hojaldre relleno, aceitunas varias, berenjenas en escabeche, ensalada césar, tocino de cielo. (“Come, que estás más delgada”). Todo para mí solita.

Tanta cocina debió de enajenarla transitoriamente porque a pesar de que le había advertido que la comida colegial tendría merienda, cena y recena, mi móvil comenzó a echar humo a partir de las 11 de la noche: “No te muevas de ahí, que ahora mismo va tu padre a por tiiiii”, “no te vuelvas sooooola”, “cógete un taaaaaxi”, “¡¿pero dónde estááááás?!”. Cuatro llamadas como cuatro soles que me hicieron retroceder casi 30 años a mi época de colegiala. Si es que mi madre está en todo, quería que me mimetizase con el objetivo de la reunión. Hacerme sentir una adolescente. Y lo consiguió. Vaya que si lo consiguió.

Tengo que confesar que en esas doce horas que estuvimos juntas también hablamos de hombres, esa especie rara e intercambiable que va apagando luces o calefacciones por la casa, que se pelea con la tele al ver el telediario, que no sabe hacer la “o” con un canuto, que le pone a tu hija unos pantalones fucsia con un forro polar rojo y un jersey marrón (sic) cuando tú estás fuera. Igualitos. Son todos igualitos. Como separados al nacer.

Después de este fin de semana vengo henchida (gracias a mi madre) y con la conciencia clara de que la infancia es el paraíso perdido que se puede recuperar a pesar de los años. Mis amigas del cole y yo lo sabemos, por eso hemos quedado a perpetuidad el último sábado de noviembre de cada año. Para recorrer de nuevo el colegio, para cantar el Mil Albricias en la capilla, para recordar el inicio de nuestra vida juntas y permitirnos un día de máxima y despreocupada felicidad. Que digo yo, que nos lo vamos mereciendo.

Terry Gragera
@terrygragera