Hace justo un año descubría un secreto que estoy por patentar: un método revolucionario para quitarse arrugas, canas y ojeras, en definitiva, más de 20 años de encima. Se trata de EAF (encontrar amigas por Facebook). Y tras este fin de semana, puedo dar fe de que sigue funcionando. Porque sí, queridos, he vuelto a reunirme con mis amigas del colegio, con ésas que dejé de ver cuando tenía 13 años y llevaba uniforme y coletas y cuyo contacto he retomado tras 28 laaaargos años.
Y me diréis, ¿y qué tienes en común con ellas, después de toda una vida separadas? Pues absolutamente todo. Encajamos como un mosaico. Casadas, arrejuntadas, en búsqueda activa de pareja, en búsqueda pasiva de pareja, separadas, divorciadas, anuladas… al final todas acabamos hablando de lo mismo: de los hijos. De los nuestros y de los de las otras, a pesar de que no los hayamos visto jamás.
Además, aunque parezca imposible todas coincidimos en tres cosas: un máster, un posgrado y un plan de ahorro.
Sí porque todas hemos cursado el máster en manualidades zen que te habilita para no abrir la ventana y ponerte a cantar una jota cuando a las 9 de la noche alguno de tus niños se descuelga sutilmente: “Mamá, se me ha olvidado decirte que para mañana necesito llevar al cole una cinta azul pavo real pintada con letras en relieve en rojo bermellón de las palabras de una mujer que haya ganado un Nobel, tenga menos de 40 años y sea austrohúngara”. “Hija, espera que acabe de hacer los deberes con tu hermano, que se me queman las croquetas y la lavadora está a punto de terminar y luego solucionamos lo tuyo”. Y lo curioso es que al día siguiente la niña lleva su cinta azul pavo real con letras rojo bermellón en relieve, mientras a ti de camino al trabajo no te queda otra que musitar: “La Virgen del Pilar diceeee, que no quiere ser francesaaaa, que quiere ser capitana de la tropa aragonesaaaa.”.
Y qué referir de ese posgrado que cursamos con deleite reaprendiendo ríos, cordilleras, capitales de Europa y lo que se tercie (“la religión que la estudie contigo, cariño, que a ti se te da mejor”), en español, en inglés o en paquistaní.
Por no hablar de nuestro común gusto por el ahorro en sillones a costa de no poner las posaderas en ninguno durante toda la semana porque, a falta de otras cosas, lo que nos complace, nos seduce, nos arrebata a las madres es estar de pie, que dicen que así riega mejor la cabeza.
Una es madre aun en ese único sábado al año reservado para estar con las amigas del colegio. “Ahora vuelvo y me tomo el postre, que voy a llevar al niño a un cumpleaños”, “uy, perdonadme, os tengo que dejar que tengo que comprar terrones de azúcar para hacer con mi niño un iglú que tiene que presentar el lunes”. “Vengo enseguida, que voy a recoger al niño del cumpleaños”.
Claro que quien no ejerce de madre, ejerce de hija. Como yo, que dejé a mis niños al cuidado excelso de su padre y me fui yo solita en autobús para encontrarme con mis amigas y mis profesoras del cole. ¡Qué felicidad, qué descanso! 500 kilómetros de ida y 500 de vuelta sentadita sin hacer nada, absolutamente nada. Eso sí que es reposar, al menos físicamente, porque claro, una cree que a sus 42 años ya no tiene que pasar por ciertas cosas, pero ¡no! Mi madre es de las que ejerce siempre. Por eso al llegar me preparó una frugal cena que paso a detallar: gambones a la plancha, langostinos, mejillones al vapor, pastel de salmón, hojaldre relleno, aceitunas varias, berenjenas en escabeche, ensalada césar, tocino de cielo. (“Come, que estás más delgada”). Todo para mí solita.
Tanta cocina debió de enajenarla transitoriamente porque a pesar de que le había advertido que la comida colegial tendría merienda, cena y recena, mi móvil comenzó a echar humo a partir de las 11 de la noche: “No te muevas de ahí, que ahora mismo va tu padre a por tiiiii”, “no te vuelvas sooooola”, “cógete un taaaaaxi”, “¡¿pero dónde estááááás?!”. Cuatro llamadas como cuatro soles que me hicieron retroceder casi 30 años a mi época de colegiala. Si es que mi madre está en todo, quería que me mimetizase con el objetivo de la reunión. Hacerme sentir una adolescente. Y lo consiguió. Vaya que si lo consiguió.
Tengo que confesar que en esas doce horas que estuvimos juntas también hablamos de hombres, esa especie rara e intercambiable que va apagando luces o calefacciones por la casa, que se pelea con la tele al ver el telediario, que no sabe hacer la “o” con un canuto, que le pone a tu hija unos pantalones fucsia con un forro polar rojo y un jersey marrón (sic) cuando tú estás fuera. Igualitos. Son todos igualitos. Como separados al nacer.
Después de este fin de semana vengo henchida (gracias a mi madre) y con la conciencia clara de que la infancia es el paraíso perdido que se puede recuperar a pesar de los años. Mis amigas del cole y yo lo sabemos, por eso hemos quedado a perpetuidad el último sábado de noviembre de cada año. Para recorrer de nuevo el colegio, para cantar el Mil Albricias en la capilla, para recordar el inicio de nuestra vida juntas y permitirnos un día de máxima y despreocupada felicidad. Que digo yo, que nos lo vamos mereciendo.
Terry Gragera
@terrygragera
Comentarios recientes