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¿Por qué las mamás mandáis más que los papás?

23 Oct

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Lo bueno de tener hijos es que te taladran la realidad sin anestesia. Hace unos días, Teo me sorprendía con esta pregunta retórica: “¿Por qué las mamás mandáis más que los papás?”. Estuve a un tris de castigarlo por mentir o por insolente o por lo que fuera, pero en el último momento y cuando ya estaba con el índice apuntándolo, me retuve, envainé la lengua y me comí yo solita la indignación.

“Pero ¿cómo dices eso, hijo? Si papá y yo mandamos igual”. “No, mamá, tú mandas más que papá”. Vaya, ya estamos con los estereotipos de maruja sargenta que no le pasa ni una al pobre y paciente esposo.

Voy a tener que explicarles a mis hijos que un día dejé a mi santo escoger las cortinas del baño. ¿Puede delegarse más? ¿Cabe un acto mayor de generosidad marital? De esto hace ya varios lustros, pero yo se lo sigo recordando como gesto de amor, para que no me pida elegir la ropa de los niños ni la vajilla ni lo que vamos a comer o cenar, todas ellas cosas menores comparadas con ¡¡unas cortinas de baño!!

Yo es que a mi maridito lo adoro, y por eso no quiero que se enfrente a la duda, al terrible titubeo de las distintas opciones, a la vacilación impía de diferentes posibilidades, y por eso, y sólo por eso, se lo doy todo hecho.

Si a mí me gustara mandar, tendría siempre la última palabra y en nuestro humilde hogar no es así, sino todo lo contrario: yo hablo, él asiente y con un gesto de suprema resignación, me dice: “Yo no digo nada que luego…”. Mira que le gusta apostillar. Lo suyo es puro vicio.

Así que no me queda otra que gobernar esta casa. Tampoco es que tenga muchas más opciones, porque lo mío es meramente un desliz genético. Si no, que le pregunten a mi padre -ese prohombre que lleva 43 años al lado de mi madre-, quién es la que más manda en el mundo mundial y en las constelaciones interplanetarias.

Vamos, que me apuesto lo que sea a que cuando dentro de muuuuchos años llegue a las puertas del cielo, el mismísimo San Pedro le tenderá la alfombra celeste mientras con una palmadita en la espalda le espeta: “Pero Fernando…, y nosotros que pensábamos que éramos santos”.

No amigos no, la beatitud se esconde en lo cotidiano. En mi caso, por ejemplo, en la tensión diaria de decantarme por mí misma (y en la más absoluta de las soledades profundas) por tantas cosas que, de buena gana, dejaría en manos de mi maridito de no ser porque… ¡¡aquí mando yo!!

Así que mi santo ya puede ir renovando su carnet en ese Club de los Amantísimos Esposos del Paso Atrás (rebautizado por ellos, no-sé-yo-por-qué, como “de los calzonazos”), en el que mantiene una dura pugna con sus amigos de fatigas (ese Pedro, ese David y tantos otros que no puedo citar porque sus mujeres no me dejan…) por ocupar una honrosa primera posición.

Pero, digo yo, para qué tanto despliegue de energías, si la presidencia vitalicia es de mi padre. Y con todos los honores. Sí, señor. Así, se hace, Papá. Que no se diga quién manda aquí.

Terry Gragera
@terrygragera