Casi me atraganto cuando, en plena cena, Ada lanzó al viento esta pregunta retórica:
– Mamá, ¿a qué edad empieza la tercera edad? ¿A los 40?
No sé cómo, pero logré reponerme del susto traicionero. ¿¿Pero así me ve mi niña?? ¿Tan senil?, ¿tan viejuna?
La conversación había derivado en aquellos derroteros a propósito de “El Chinchilla”, uno de esos ilustres profesores que dejan huella para toda la vida.
Les contaba a mis churumbeles cómo momentos antes de que él accediera al aula, las alumnas (estábamos en un colegio de monjas solo para chicas) nos quitábamos lazos, horquillas, pañuelos o todo aquello que pudiera hacernos destacar a los ojos de aquel docente cercano a la jubilación que nos sacaba a la pizarra a la voz de:
– “Túúúúú, la del lazo rojo”
Así que, en pleno BUP, nos recuerdo tratando de eliminar cualquier distintivo y deslizándonos casi hasta los hombros por la silla de formica para que aquel profesor (¡para más inri!) de matemáticas no descargara ese día en nosotras su atronador desconsuelo porque no nos había llamado Dios por el camino de las derivadas e integrales.
Las tizas volaban en aquella clase si a alguna se le ocurría hablar o susurrar mientras él explicaba en el estrado. Las tiraba, además, con efecto, echando el brazo hacia atrás para coger impulso. Aún me acuerdo casi 30 años después, pero para decepción de algunos, ni me traumatizaron aquellos episodios ni tampoco me hicieron amar menos (de lo que ya de por mí misma amaba) las matemáticas.
Me imagino que en estos tiempos, ese hombrecillo ya muy mayor y malhumorado hubiera sido llevado, cuando menos, ante el Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo. Pero entonces los padres nos dejaban frustrarnos y sufrir un poquito y esas cosas.
Pensaba en ello este fin de semana en que me he reencontrado con las compañeras con las que viví cinco años en mi Colegio Mayor de Madrid mientras estudiaba la carrera. Volví a visitarlo después de 20 años y, aunque muchas cosas siguen igual, otras muchas están muy diferentes, especialmente porque la mentalidad de padres y estudiantes ha cambiado demasiado en tan solo dos décadas.
De las largas esperas en las cabinas telefónicas para llamar, al omnipresente móvil; de los baños compartidos, al aseo completo en la habitación; de las 2 de la madrugada como hora máxima de entrada los fines semana (lo que nos hacía correr cual Cenicientas customizadas a lo Speedy González), al horario sin restricciones nocturnas. Y, pese a todo, no cambiaría mi época por ésta, porque me enseñó a esperar, tolerar y adaptarme a lo que no me gustaba. ¿Habremos desaprendido todo eso a la hora de educar a nuestros hijos?
Para no seguir poniéndome trascendente, como apuntaría mi santo, os diré que de aquel grupo salió una muy buena cosecha de mujeres fuertes, brillantes y con mucho que ofrecer, espléndidas ahora a sus 40 y tantos: ingenieras, arquitectas, economistas, abogadas, periodistas, médicos… ¡Pero si hasta tenemos a la ministra García Tejerina entre nosotras! Ay, cuando pienso que he compartido waterclose con ella se me cae una lágrima de emoción.
Lo que me lleva a considerar que si se puede llegar al Gobierno después de valerse de los mismos WC que otras 100 estudiantas, ¿no nos estaremos pasando con tanta alfombra roja para nuestros niños-púberes-adolescentes-jovenzuelos?
Tengo que meditarlo seriamente mientras disfruto de las fotos que mis compañeras han subido al Facebook. Que eso sí, vendremos de la cabina de José Luis López Vázquez, pero nos hemos puesto al día, y con nota, en un pispás, ¿qué os creíais?
Terry Gragera
@terrygragera
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