A veces me da la sensación de que estoy casada con Betty Missiego. Y no porque mi santo atesore unas mastodónticas entradas en su cabellera dignas de la sin par eurovisiva, sino por su empecinamiento en ser positivo.
Si me tapara los ojos, sería capaz de verlo cantando aquello de: “Si todo el mundo quisiera una canción / que hable de passsss / que hable de amor / sería sencillo podernos reunir / para vivir con ilusio-o-o-ón / quiero que sienta conmigo esta canción / que deje atrás su malhumor / para que salga en la vida a sonreír / y a disfrutar su condicio-o-o-ón”.
Todo ello con sus correspondientes golpes de manitas, por supuesto.
Él es así, todo buenrrollismo. Y no hay ocasión en que no quede acreditado que yo soy “asá”. Sin ir más lejos, esta pasada Semana Santa. Cuando yo ya estaba hasta la peineta de primos, allegados, tíos y demás parentela, él se descolgaba con un: “Pero si no es para tanto; disfruta”. ¡Pardiez! Si ni siquiera se altera con la familia política, ya es un caso de estudio.
Pero quizás penséis que soy una exagerada, que no es para tanto, que vosotros también habéis aguantado a la suegra sin “implosionar”. No obstante, creedme, lo suyo va más allá. Esa tendencia natural a ver la botella (y toda la bodega) medio llena, a no quejarse ni cuando le duele una muela, a sonreír pase lo que pase, ha tenido muchos momentos cumbre.
No obstante, uno de ellos se lleva la palma.
Sucedió el pasado verano en Portugal. Justamente el día que debíamos volvernos a España tras nuestras vacaciones. Seguro que os lo imagináis llevando maletas al coche, nervioso por el inminente viaje y mandando no alborotar a los niños. Os equivocáis.
Como cada mañana, mi santo madrugó para hacer footing por la playa. Cogió el coche, llegó hasta un bonito paraje bañado por el mar y comenzó su carrerita.
Yo lo esperaba en casa, pero el chico tardaba más de la cuenta. En esto llegó la dueña del apartamento, una señora portuguesa que rondaba los 70 y que no sabía ni una palabra de castellano, tal vez porque no había salido en su vida de aquella pedanía. Venía a cobrar (en efectivo, obrigada) y tuve que explicarle que mi maridito no había vuelto con el cash, pues habíamos quedado en que se pasaría por un cajero tras el trote mañanero.
No sé lo que entendió la buena mujer entre mis gestos y mi cara de circunstancias, pero se quedó en la entrada esperando un buen rato (“estes fazem-me um sinpa”). En esto, mis niños me pidieron el desayuno. Pero, claro, ni microondas, ni tostadora, ni nada de nada, porque el trotaplayas se había llevado la llave con la que, ¡oh cielos!, también se accionaba la electricidad.
Cuando ya estaba a punto de llamar a un abogado matrimonialista para consultarle si aquello era motivo justificado de nulidad o en su defecto de divorcio, sonó mi móvil:
– ¿Qué tal?, le pregunté entre dientes (por no decirle, mevoyacagarenelfootingyentodoloquesemenea).
Y, atención, aquí viene su respuesta, ésa que me hizo comprender que estoy ante el hombre más happy del universo:
– Regular, tirando a mal.
“¿Y eso?”, le pregunté.
– He perdido las llaves del coche.
Bueno, total, ¿qué problema podría haber en perder en pleno Océano Atlántico las llaves únicas de un coche un domingo cualquiera de agosto en una aldea de Portugal cuando tienes que irte a España y una señora está esperando en la puerta a que le pagues con cara de “pero-qué-me-estás-contando”? Vamos, es que es querer sacar las cosas de quicio.
– Y me había dejado la cartera dentro.
– ¡¡¡¡¡!!!!!
Apuesto un billón a uno a que no os imagináis cómo acabó la historia…
Pues sí, mi santo, ese hombre empeñado en que el mundo no es un valle de lágrimas sino un jardín de rosas, se dedicó a recorrerse a pie por la orilla los 15 kilómetros que había hecho corriendo para ver si entre olita y olita o arena nueva, enterrada o semienterrada aparecían las llaves de marras.
Con toda la confianza del mundo. O con un par, que no sé calificarlo.
Por mi parte, después de proferir unas cuantas aposiciones que no puedo reproducir aquí, y conmovida por los llantos de mis niños, me puse a rezarle a San Antonio, que es lo que siempre hago cuando se me pierde algo, según el método infalible de mi yaya.
Y no sé si por la fe ciega del corricolari o por mis incendiarias plegarias al santo, ¡¡¡las llaves acabaron apareciendo!!! Estaban en un chiringuito playero, donde alguien las había dejado antes de que el mar las hiciera suyas para siempre y nos viésemos obligados a pedir la nacionalidad portuguesa…
¿Es o no un ejemplar único mi excelso marido? Ya os lo decía yo: “Si todo el mundo tuviera una ilusió-o-o-o-o-o-o-o-o-o-ón…”.
Terry Gragera
@terrygragera
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