Mi padre es un hombre de gustos sencillos. Pertenece a esa generación que se pasaba 40 años en la misma oficina trabajando de 8 de la mañana a 8 de la tarde sin organizar quinceemes para protestar por ello.
No recuerdo que se tirara al suelo a jugar con mis hermanos ni conmigo (que soy la mayor y le pillé más mozuelo), ni que nos leyera cuentos antes de dormir y mucho menos que nos organizara cumpleaños rimbombantes como los que los padres de hoy nos obligamos a preparar, impelidos por los tableros de Pinterest. Bastante tenía con eso que se llamaba “sacar a la familia adelante”.
Hoy cualquiera lo juzgaría como un padre cuasi ausente. Pero pasan los años, una cumple décadas y acaba por no echar de menos ni lo uno, ni lo otro ni lo de más allá.
Sin embargo, sí recuerdo una época especial que siempre he compartido con él: la Semana Santa. Mi padre me llevaba a ver las procesiones cada noche. Contemplábamos los Pasos (“que ya viene el Rescate”, “mira la Romina”, “qué bien va el Cautivo”), corríamos por las calles para no perdernos cómo se encerraban las cofradías y saboreábamos un bocadillo en el Frankfurt que nos sabía a gloria, por supuesto bendita.
A mí me encantaba el olor a incienso y memorizaba todas las marchas de las bandas procesionales: “Na, na, na, na, na, nanananana, nanananana”, mientras imitaba los pasos de los costaleros a la orden de: “Una marigüan a la derecha”.
Tardé años en descubrir que eso de “una marigüan” que yo había aceptado como bueno dentro del lenguaje de los capataces, era en realidad: “Todos por igual a la derecha”. Pero aún hoy me surge de forma inconsciente mientras recuerdo aquellas veladas como uno de los momentos más felices de mi infancia.
Ahora somos nosotros, sus nietos y yo, los que lo sacamos a él a ver procesiones, porque el abuelo se acomoda en el sillón y dice que prefiere verlas por televisión. Y de eso nada.
El “veneno” semanasanteril parece que ha inoculado en Ada, a la que le gusta el ambientillo y el bullicio de la calle en esos días. Teo, más pragmático como su santo padre, dice que los tambores hacen mucho ruido y se retira en cuanto puede, no sin antes disfrutar de los “otros” placeres incluidos en la tradición: patatas asadas, bocata y heladito en Los Italianos.
Como con eso de la salud la gente se ha puesto muy pesada últimamente, ya no venden los penitentes de caramelo (de un palmo de altos) que los niños íbamos gastando, lengüetazo a lengüetazo, a lo largo de la Semana Santa.
Los he buscado por todos lados para revivir la parte más calórica y cariogénica de mi infancia, pero en las confiterías me miran con cara de: “¡Insensata!, ¿pero le pensabas dar eso a los niños?”, como si a los infantes de aquella época nos hubieran atacado la pelagra o el escorbuto por disfrutar de nuestro bloque de azúcar puro caramelizado de colores.
Este año lo seguiré intentando. Y, mientras, agudizaré el oído del brazo de mi padre para escuchar aquello de “una marigüan a la derecha”.
Terry Gragera
@terrygragera
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