Ay, mira que me gustan las bodas, las uniones de derecho con toda su pompa y, sobre todo, con el baile final. Porque para una madre cuarentañera como yo, escasean las oportunidades para mover la lorza, así que los enlaces matrimoniales son ese reducto en que puedo bailotear al menos varias canciones.
Lo hice este fin de semana, en la boda de mi prima Alba, comiéndome la pista hasta que mis pequeños dijeron “hasta aquí” y tuvimos que retirarnos.
Las bodas son esa ocasión única para ponerse guapa, para encontrarse con familiares, para ver y escuchar cosas bonitas. Como cuando mi primo Curro me dijo: “Qué recuperada estás, tu santo ya mismo coge una carretilla”. Son de esas palabras que llegan al corazón, que te hacen derramar una lagrimilla emocionada, que te implosionan por dentro cual ejército de caballería.
Menos mal que, ante mi desconsuelo, mi madre estaba al quite para decir que yo era la más guapa de la fiesta, cosa del todo punto incierta, pero que le agradecí como pecadillo venial sin necesidad de confesión.
Aun no repuesta del todo, pero para entrar en faena, me marqué la mar de decidida un pasodoble con mi padre, lo que me hace pensar que, definitivamente, me estoy haciendo (muy) mayor. Lástima que no compartí pista con mi primito para haberle dejado comprobar en sus propias carnes la contundencia de mi cuerpo con un delicado a la par que discreto pisotón.
La verdad es que íbamos todos muy elegantes. Yo, de gris empolvado (que dirían los estilistas principescos), mi santo de traje y corbata (¡¡!!), Teo de chico de familia bien, y Ada con un look azul total, producto de la complacencia de su beatífico padre, que le permitió jugar un poquito antes del enlace con colorante alimentario de ese color, que, por supuesto, impregnó manos, cara y todo lo que se puso por delante.
Como la boda era en Granada, tuvimos que hacernos unos estupendos viajes de ida y vuelta de más de 400 kilómetros. El domingo llegamos a nuestro humilde hogar casi a medianoche y ¡oh cielos!, tocaba hornear unas galletas de despedida para Charlotte, una profesora en prácticas de Teo que se marchaba del cole el lunes. Así de cumplido es mi niño. Y así de resignado su padre, que para no quitarle ni un minuto de las escasas horas de sueño que le quedaban por delante a su retoño, se puso él a las 12 de la noche a darle al asunto repostero.
Nada excepcional, si tenemos en cuenta el sucedido del puzle. Ocurrió hace un tiempo, cuando en casa nos ayudaba una señora excepcionalmente eficaz. Excepcionalmente eficaz y sensata. Menos un día. Un día en que vio un puzle de Teo en el suelo y pensó que, una vez completado, debía recogerlo. Todo muy bien, si no fuera porque el niño se había pasado varios días para enseñárselo totalmente acabadito a su papá, que estaba de viaje.
Cuando me asomé al salón y no vi el puzle de ¡¡400 piezas!! en el suelo me entraron unos sudores fríos difícil de contener.
-¿Dónde está el puzle, mamá?, me preguntó Teo con cara de mosqueo.
– Ejem, lo he metido con sumo cui-da-do debajo del sofá para que no corra ningún peligro y puedas mostrárselo a papá cuando llegue.
Mi santo llegó de su viaje de estudios a la una de la madrugada, después de lidiar durante unos cuantos días con un puñado de adolescentes y sus respectivas hormonas. Por suerte, Teo ya dormía, así que su padre y yo, cual frikis de la pieza, no tuvimos otra opción que tirarnos al suelo y recomponer el puzle de ¡¡400!! piezas (repito) para que el niño no se frustrara al día siguiente.
Acabamos tarde, muy tarde, y aquel día comprendí que hay cosas que sólo se hacen por un hijo.
Dicho lo cual, tan sólo me queda proclamar: ¡Vivan los novios!
Terry Gragera
@terrygragera
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